Es bueno ser sincera con los hijos.
Cuando estás a punto de escaparte porque el agotamiento mental ya es que no hay quien lo aguante, ellos lo detectan. Y preguntan, sin paños calientes:
-¿Mamá, qué te pasa?
Y tu, como quieres ser sincera porque es muy bueno que los niños entiendan desde pequeños que expresar tus sentimientos y tus opiniones es muy importante, le dices:

Este día, como era soleado, sí hubiera podido tener mi ratito de paz, ¡ay!
-Un poquito hasta las pelotillas, la verdad, hijo. Necesitaría nada, poca cosa, unos cinco minutitos de soledad.
Y tu hijo, que es un tipo serio y que se hace cargo de las situaciones, se te queda mirando y te dice:
-Pues espera un momento, por favor.
Y tu te quedas de piedra, sentada como estabas en el suelo más desparramada que un bote de blandiblú pensando que qué fuerte, que el tío lo ha entendido y ha hecho mutis por el foro un ratito y vas a poder cerrar los ojos e imaginar un sitio silencioso y ordenado y donde además, no hace pensar qué hacer para cenar y se puede comer siempre pizza y colacao. ¡El paraíso!
Pero no. Si le sigues con la mirada ves que, misteriosamente, va hacia la ventana del salón. Con su mano derecha descorre un poquillo la cortina y mira atentamente el panorama, arriba y abajo. Tras unos segundos de comprobaciones se da media vuelta y con esos andares de persona mayor que tiene vuelve a ponerse frente a ti igual de serio que cuando se fue, y te dice:
-Pues lo siento, está nublado. Yo creo que ya hoy no va a salir el sol.
Se calla un momento, me pregunta qué hora es y añade:
-Pues la hora de merendar. ¿Vamos a ver qué pillamos?
Son de un literal que asusta.