De toda la vida existen dos tipos de personas: las que aman la lluvia, y las que la odian con todas sus fuerzas. A mí, me ha tocado un hijo de cada. M. es que se pone nerviosito, es ver una gota y recular hasta el lugar más seguro de la casa (bajo los cojines del sofá, para más señas), y decretar el estado de sitio con una frase solemne: yo no salgo.
Laniña, por el contrario, es de la opinión de que no hay nada mejor que un intenso día de lluvia, y su reacción natural al darse cuenta de que está cayendo el diluvio universal es salir corriendo en busca de sus botas y su paraguas.
Esta mañama teníamos unos recados pendientes: copistería, correos y ahorramás. Yo, directamente, he sacado la ropa de invierno. Así soy yo, una mujer de decisiones muy radicales. Ella se ha conformado con sus botitas azul eléctrico, sus gafas de sol (no había ni un rayito pero ella antes muerta que sensilla) y el paraguas de cenicienta heredado de mi hermana, que por muy fuerte que me parezca cuando pienso en ella camino de la univeridad cargada con sus tochacos, también fue en su día una niña. Total, eso, que ella se ha equipado y yo he rematado su look con unas mallas largas: que no pese sobre mi conciencia un catarro de verano.
Dios mío cómo nos hemos puesto las dos, qué rato de lluvia salvaje hemos pillado. Yo miraba fuera del coche y pensaba: ni de coña, aquí hasta que escampe. Pero ella, con esos ojazos brillantes, paraguas en mano y moviendo sus pies voladores a toda pastilla, señalaba fuera: ¡mamos, mamos, llueve!
Qué alegría, oye, le decía a mi flor mientras me empapaba la espalda soltando sus cinturones. Y, aunque se lo decía con ironía, ella tenía razón: qué alegría correr juntas por la acera, empapadas y solas, con el pueblo para nosotras, porque nadie más ha tenido las narices de salir. ❤️