Yo de siempre he odiado ir de compras, es superior a mí, y lo he evitado siempre lo máximo que he podido.
Luego tuve hijos y todo cambió: a ellos les mola bastante el rollo. No las compras en sí, pero sí el despliegue: el patinete para deslizarse por los resbaladizos pasillos de los centros comerciales, el pilla pilla entre los percheros de las tiendas, la chorrada que acaban pillando, la monedita para el coche eléctrico del párking…
Molón, el panorama.
Yo voy pasando por diferentes fases a lo largo de la tarde, desde la madre embelesada que observa a los polluelos corretear entre las montañas de ropa rebajada con una agilidad que es que es pa verlos, hasta la madre totalmente pasada de rosca que no escucha más que el dindondín de las cajeras llamando a sus compañeras porque la situación se les va de las manos.
A ellos, todas las versiones de padre y madre les vienen bien, porque básicamente son tan felices y atolondrados como dos golondrinas en primavera y me hacen más poco caso que yo que sé a qué. Pero la verdad es que hay una versión paterna que les triunfa más que cualquiera: la que ofrece la espalda y los hombros cuando las patas de las golondrinas ya no dan más de sí 🙏🏽❤️