Llevar a los hijos e hijas a los parques suele ser una de esas cosas que hacen que te vean como lo más de lo más durante una buena parte del día. Es que les encanta. Ese subir, ese bajar, esas rampas de los toboganes llenas de yogur líquido reseco, esas hormigas gordísimas hartas de comer migas día tras días, ese vaivén eufórico de los columpios, esos restos de mierdecillas variadas por doquier…
El paraíso, si yo lo entiendo.
Lo que pasa es que los puentes son muy largos. El primer día de los cuatro de fiesta, es que te subes con ellos hasta donde haga falta, te cuelgas como en tus tiempos mozos boca abajo en esos semicírculos del demonio aunque luego vuelvas a casa con la mano en la cintura a ver si puedes sujetar un poco el lumbago y la dignidad.

Si ellos son súper bienvenidos a mi piedra, lo que pasa es que duran un minuto.
El segundo y el tercero, psss, lo vas sobrellevando. Les das caña en los columpios de lo lindo, les sujetas los culos mientras guardan el equilibrio, les limpias los mocos con una mano mientras les sostienes de un tobillo con la otra por si acaso… este tipo de cosas.
Pero, ay, llega el cuarto día del puente, y es que ya lo que te pide el cuerpo es aperitivo y sol. Pero a los hijos, curiosamente, les sigue pidiendo parque (este tipo de incogruencias vitales son una de las grandes incógnitas de la maternidad, otro día profundizo). Entonces, en esos días de inapetencia total del momento lúdico infantil, se hace una especie de batiburrillo de necesidades familiares, y se acaba en el parque pero con una premisa muy clara: mamá aposenta el culo en la piedra al sol como una lagartija y de ahí no se levanta. En teoría les mola el plan, y sí, sí, «mamos», tal y cual.
Ahora bien, es llegar al sitio en cuestión, sentarse la matriarca del clan con los pinrreles al aire para estar muy en contacto con la Madre Tierra (esto es cosa de mis clases de yoga), y empezar el drama:
-Mamiiiiiii, no llego aquíiii-, solloza uno.
-Mamiiii, ¿me empujas?-, pregunta el mismo.
-«Men, mami»-, ordena la otra.
Y yo, que no. Que no y que no. Que de aquí no me levanto.
-Apañarse entre vosotros, niños-, he dicho muy en mi papel.
Han llorado un poquillo.
Luego se han puesto a buscar hormigas y hemos alcanzado un rato de paz muy zen, que les veía yo por el rabillo del ojo, abstraídos por completo analizando una telaraña gigante. Por cierto, pobre araña, Laniña aún no controla muy bien lo de «respetamos a los animales como a las personas» y creo que le ha roto la casa de una hostia.
El caso es que de pronto ha aparecido en el horizonte el padre de las criaturas, que venía de su momento zen en forma de caminata campestre, y ha sido como si apareciese el sol de la mañana: se han olvidado de las hormigas, de las arañas y de cualquier cosa que no fuera su padre y su fuerza bruta. En dos segundos estaban cada uno en un columpio a punto de tocar las nubes con la punta de los dedos.
Súper bonito, oyes, visto desde lejos. Con el culo caliente, el zumbido de las abejas en las orejas, la bucólica visión de los hijos volanderos recortados frente al sol y ninguna prisa por delante.
Pobres, si es que todavía se enteran regulín de lo que mola estar un ratito en paz con el sol en la cara y los pies en la piedra calentita, con el runrún de sus vocecillas de fondo y sabiendo que su felicidad, en esos momentos en concreto, no depende de tu maña con los columpios 🙂
Me ha encantadao el post 😉
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