Después de cenar, sobre las ocho y media o las nueve, se produce en el salón de casa lo que yo llamo la hora mágica. Algo pasa con la luz a esta hora, de verdad, porque parece que la casa se ha convertido en un barco; es verdad que el toldo de colores que colocamos hace unos días contribuye a este hecho, porque se mueve con el aire como una vela al viento. Esta hora mágica sería genial para pasarla tranquilamente leyendo cuentos con los niños, por ejemplo, o charlando mientras comemos helados y ellos construyen con los legos… pero, para mí, que estos dos hijos no perciben la magia como yo la veo.
A ellos el encantamiento de esta hora les produce una energía bulliciosa que le hace huir de la luz preciosa del salón, a saber por qué.
Se piran al jardín a llenarse de mugre otra vez (esto ya lo he escrito algún otro día pero es que tienen mucha querencia por este hecho particular), y lo que al principio de las vacaciones me producía cierto desasosiego (que se duerman, por dios, que se duerman ya), ahora lo veo como algo elemental: la hora mágica trae de regalo para los mayores unos momentos de calma luminosa, en los que la tranquilidad de saberles felices, autónomos y seguros a unos metros de nosotros se ve muy pero que muy elevada por la sensación maravillosa de estar navegando en el propio salón.
La magia es lo que tiene.