Uno de los peligros de la vida (iba a decir de la maternidad pero creo que esto le pasa al más pintao) es la acumulación de trastos sin control, a lo loco, en las casas. Yo miro a mi alrededor a menudo y pienso en cómo sería una vida sin esta acumulación. Me entra nostalgia de esta sensación desconocida, de verdad que sí.
Por ello, muchos días tengo lo que yo llamo «la sombra de la bolsa». Es un tema muy de madre, pero yo en lugar de amenazar a los niños con meter los juguetes en la bolsa de la basura, me amenazo a mí misma: «mañana mismo cojo una bolsa de basura, y empiezo por arriba y terminó por abajo». Y me imagino abriendo cajones y echando a la bolsa todo lo que no sirve y dejando todas las estancias despejadas y súper nórdicas y todo fenomenal.
Lamentablemente, esto no pasa de ensoñación, porque el día que me planto y decido ponerlo en práctica no hay forma de arrancar; cada pequeña mierdecilla me trae un recuerdo, o lo que es peor y ya es de estar mu loca: pienso que les puede traer recuerdos a los crías, y ahí ya me rajo. Pienso en el hipotético día en el que me pregunten por aquel piñón que recogimos aquel día de aquel invierno, y me pesa mucho ser yo la que haya hecho desaparecer tal recuerdo.
Así que, ante esta horrible posibilidad, suspiro, me resigno, lo ubicó como buenamente puedo en nuestro dulce hogar, y ya entonces puedo respirar tranquila… hasta la próxima crisis minimalista.