Casi todos los días, sobre las diez y media o las once, subimos al pueblo los tres. Muchos días ya a esas horas hace un calor que derrite las neuronas, pero no solemos renunciar al paseo del parque y los recados.
En un principio, enfrentarme a estas cuestas que tiene el pueblo cargada con un carro cargado con dos niños cargados con nosecuantos juguetes, se me hacía bola. La verdad.
Ahora salimos por la puerta con una alegría bastante kamikaze, pero el caso es que me noto yo más ágil. Me vengo arriba. Ya no me adelantan los perros ni los niños me preguntan qué cuándo llegamos al parque. Vamos ligeros como rayos, surcando el pueblo en busca de las sombras que ya nos conocemos y haciendo los recados a un ritmo vertiginoso, solo interrumpido por Laniña cuando decide bajarse unilateralmente del carro a ver algo que le interesa, o las colas en la pescadería, que yo creo que pasarán los siglos y seguirán siendo un clásico.
Total, que cuando llegamos al parque y aparco el carro con un derrape y todo, me siento genial. Sudorosa, con tembleque en las piernas y ciertamente acojonada por pensar en la vuelta posterior, pero genial. Y ya cuando ellos se percatan de que el parque se va quedando vacío porque los abuelos sensatos se van llevando a los nietos al fresquito de sus casas cerradas a cal y canto, compartimos el sentimiento familiar de sentirnos los reyes del mambo 🙂
Y para que siga siendo posible sobrevivir para volver mañana, sacamos las botellas de agua y nos refrescamos mutuamente un poquillo, el pelo, las manos, se enchufan y beben, disfrutando de este rato de las vacaciones que tanto nos gusta ❤️
Tengo que confesar que elparque me agota, cada vez me gusta menos pero ellos disfrutan tanto…
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