El gato

Y bueno, vengo a comentar otro detalle que demuestra que no he cambiado con la maternidad. Que conste en acta que mi post de hoy iba a ser un post tranquilito, para que no se me olvidara y quedara escrito cómo ha sido volver a casa tras las vacaciones y verlo todo en stand by, ver que tres plantas murieron pero como compensación una nueva trepadora y de color morado intenso ha crecido de la nada y se ha hecho dueña y señora del jardín, ver que los vecinos también se han puesto morenos, reconocerlos en esos rostros color de vacación y volver a contestar a todos que bien, gracias, la familia bien. 
Pero ha pasado algo.
Yo soy de esa clase de persona a las que cualquier animal que sea más grande que un periquito, le acojona. Esto es así desde que siendo yo una niña inocente y con el pelo cortado a lo menina, fui atacada por un labrador negro como el carbón y gigante como un gigante -palabras exactas con las que yo describí en lo sucesivo a mi agresor-. Este miedo a cualquier animal, ya digo, más grande que una rana más o menos, no solo no ha desaparecido con el tiempo y la maternidad, sino que se ha acentuado. Yo convivo con este tema de manera racional: veo el peligro y me pongo en alto.
Así que esta tarde, estando los tres en salón cada uno a lo suyo – M. en su mantita tocando la pandereta con una cuchara de palo, el padre viendo un concierto en la televisión y yo dale que te pego a la tecla-, se ha producido un acontecimiento que ha tenido como protagonista a un puto gato. Sí, el gato de la vecina, ese que también tuvo su momento de gloria con el tema de las hormigas y que podéis recordar aquí 
El padre,  en un momento en el que el chip de padre ha encendido la voz de alarma que más o menos salta cada tres minutos y te hace mirar aunque sea un segundito en dirección al niño, ha girado la vista a la derecha, la ha vuelto a girar hacia la tele, y la ha vuelto a girar a la derecha. En este momento, tras constatar lo que la primera vez le ha parecido un espejismo, se ha puesto en pie y ha gritado:
-!HOSTIA, UN GATO!- pero con la misma voz de alarma con la que hubiera gritado ¡hostia, un volociraptor!
Lo reconozco: me he subido al sofá. Alguna podréis pensar que he cogido antes al niño, por aquello del instinto de protección de la prole y tal, pero no. No, no y no. Ahí se ha quedado M. mirando al gato, alucinao, y mirándome a mí subida al sofá cojín en mano. Como si el gato fuera una rata, vamos.
Al fin el padre ha reaccionado ante mis gritos –¡un gato, un gato, hay un gato, un gatoooo!– y ha cogido al niño. Y aquí viene mi momento de gloria, cuando no sé por qué razón nos hemos hecho un lío entre los dos y he acabado haciendo lo que nunca pensé que haría: sin bajarme del sofá, en cuclillas y con un grima que rozaba el asco, he cogido al puto gato por el pellejillo ese que se les queda en el cuello (con mucho cuidado, ¿eh?) y lo he llevado hasta la calle corriendo y alejado de mí como si llevara una bomba. Lo he posado todavía con calma en la acera y he vuelto con un ataque de histeria corriendo hasta la casa. M. se descojonaba.
He cerrado la puerta a toda leche y me he apostado junto a la ventana de la cocina para controlar sus movimientos. El cabrón lleva sin quitarme ojo toda la tarde, tumbado como un marajá en mi jardinera y con una cara que dice: este es mi territorio, maja, y ni pellizquitos en el cogote ni zapatazos amenazadores lo van a cambiar.
Se ve que lo del pájaro fue sólo un aviso.
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