Llega un momento, en la piscina, en el que paso de bucear más para recoger las tortugas y otros animalillos de goma que estos dos seres de luz que tengo por hijos tienen a bien lanzar al agua durante toda la tarde.

Es que yo llevo gafas, o sea que el proceso desde que me las quito en el césped  hasta que me tiro después de haber llegado como buenamente puedo al borde sin ver tres en un burro, es complicado. Estos dos me miran partidos de risa, y yo pues las dos o tres primeras veces, me tiro con mucho arte. A la cuarta, cuando ya hemos estado secándonos y merendando a la sombra, y ellos quieren tirar sus cosillas al agua pero no meterse más, empieza a no ser tan gracioso. Ellos sequitos en el borde, y yo sin gafas y buceando a tientas, porque por cosas de la edad (se conoce), yo ya no abro los ojos debajo del agua. Manías, qué se yo.

Total, que cuando me planto se quedan muy tristes y lo intentamos con la red atrapabichos, pero no siempre llegamos… y entonces es el momento de tirar de vecinas. Hay una con la que coincidimos todas las tardes, que es genial para pescar los animalillos, pero tiene el fallo de que la mujer no se moja nunca el pelo. Así que solo pesca los que flotan, pero se conforman. Es que llega un momento en la vida en
el que es súper importante no mojarse el pelo en la piscina, yo lo entiendo.

El resumen de todo esto, como no podía ser de otra forma, es tremendamente positivo: de empezar la tarde pensando «hoy no me meto ni de coña», la suelo acabar con unos cuantos largos en el cuerpo, y con muchas risas escuchadas desde el agua, porque a mí la desorientación que siento sin gafas se me nota a la legua y, si me remito a las pruebas, produce muchísima hilaridad en prácticamente todo el mundo.

Mis hijos, mi público más fiel, no iban a ser menos 😂